La mejor manera de
comprender los fracasos y límites del esclarecimiento es la comparación. Por un lado tenemos el ideal universal de la
emancipación humana; por otro, las grotescas realidades históricas que este
ideal ha venido engendrando hasta el día de hoy: el calentamiento global y la
devastación ecológica causados por la dominación tecnológica e industrial de la
naturaleza; una guerra global contra el terrorismo que amenaza con imponer un
estado de guerra civil permanente sobre toda la tierra; y por todos lados las
señas y símbolos de la desintegración social, económica, y política asociados
con el poder tiránico de un llamado “estado de excepción”. Para nuestra gran consternación, vemos que
por todas partes la libertad se ha convertido en un instrumento de
dominación. Las libertades que
disfrutamos son, en el mejor de los casos, engañosas: la competición libre a
base de precios administrados, una prensa libre que se autocensura, la libertad
de discriminar entre marcas y artilugios.
No son las libertades que ejercen personas esclarecidas, sino quienes
más bien deberíamos clasificar como idiotas.
Pero idiotas no en el sentido común de la palabra que usamos para
referirnos a alguien que es estúpido, incapaz de aprender y, por lo tanto,
condenado a un estado perpetuo de inmadurez, sino más bien en el sentido en que
los griegos de la época clásica usaban esta palabra para señalar una persona
ensimismada que, en vez de participar en la vida pública, prefería cuidar de sus
propios intereses. El esclarecimiento nos había prometido una emancipación
universal, en cambio, ha creado una hegemonía global que aspira a la dominación
total. En un sentido político esto implica
la destrucción de la autonomía republicana y la gradual pero persistente
convergencia de la democracia moderna con el totalitarismo. El esclarecimiento ha devenido en un estado
de tiranía e idiotez. ¿Será posible
invertir este proceso, y hacer que de alguna manera un nuevo esclarecimiento
emerja de la idiotez tiránica y la tiranía idiota de nuestro tiempo?
La dialéctica del esclarecimiento según
la entendieron Horkheimer y Adorno, planteaba una crítica negativa de este
proceso. Su análisis de los fracasos del
esclarecimiento giran en torno a dos temas centrales. El primero contempla la pérdida o eliminación
de la dimensión emancipadora de la ciencia moderna y su transformación en un
instrumento de dominación. El segundo
considera el regreso de las sociedades esclarecidas hacia formas autoritarias
de poder y maneras arcaicas de pensar: el regreso hacia un estado de tiranía
que incita, estimula, y promueve la regresión humana a un estado de
primitivismo e idiotez. El esclarecimiento, que en su momento había prometido
sacar a la humanidad de sus penumbras, ha acabado por someterlo a una nueva
servidumbre a través de los sistemas de manipulación mediática, la vigilancia
electrónica, el consumo compulsivo y el terror de la una guerra global.
Para los griegos, la idiotez era un castigo. Era una prohibición. Una especie de destierro y exilio. Idiotas eran hombres libres que habían sido
desterrados de la vida pública de la polis
porque, en vez de participar en la política, se habían preocupado de manera
exclusiva por sus propios intereses. Este
destierro de la vida pública equivalía a la pérdida de la libertad y, por
consiguiente, a la reducción de la vida a la búsqueda de una felicidad privada,
doméstica y trivial. “La característica
principal del tirano – escribió Hannah Arendt – era privar a los ciudadanos de
todo acceso al ámbito público, confinarlos a la privacidad de sus hogares y elevarse
a sí mismo al único responsable de los asunto públicos.”
Alexis de Tocqueville entendía la
relación entre tiranos e idiotas de otra manera. Era más bien la idiotez la que instigaba la
tiranía. Pero la idiotez que él tenía en
mente se diferenciaba de la idiotez griega en un sentido básico: no era
individual, era la idiotez de las masas, la idiotez de la prosperidad, la
idiotez del progreso. En su profético
tratado sobre la democracia en los Estados Unidos de América, Tocqueville
retrataba esa idiotez como una especie de esclavitud a la prosperidad: el estímulo
de una felicidad a expensas de las propias libertades políticas. La democracia estaba llamada a generar una
masa que sólo espera de su gobierno la seguridad suficiente para alcanzar una
estúpida felicidad. Desde el 11 de
septiembre, la mayor megamáquina burocrática de la historia de los Estados Unidos
de América impone este tipo de seguridad a través de un ministerio de “Homeland
Security” y del establecimiento de un aparato policiaco mundial.
¿Pero por qué toleramos estas formas de
tiranía cada vez más próximas de los modelos totalitarios del pasado? ¿Tenía razón Tocqueville cuando señaló que
los idiotas abandonan felices sus libertades porque se han convertido en
esclavos de la prosperidad? A lo largo
de los siglos XIX y XX, este argumento ha dominado, de una manera u otra, los
intentos de explicar la idiotez de las masas.
Desde Marx y su noción de la enajenación y la crítica de la clase ociosa
de Veblen a la teoría de la sociedad opulenta de Galbraith o de la razón
unidimensional de Marcuse, las teorías modernas de la idiotez asumen que las
masas han sido engañadas al aceptar el soborno de la tiranía que Tocqueville ya
identificó en su análisis de la democracia moderna.
Tenemos aquí un problema: al asumir como
punto de partida la estupidez de las masas esas teorías dan por sentado que los
intelectuales que las formulan están por encima de ella. Desde las alturas de semejante trascendencia
el intelectual no percibe que él mismo forma parte de esta idiotez. Por eso
críticos ejemplares como Julien Benda, C. Wright Mills o Russel Jacoby pusieron
de manifiesto cómo los intelectuales públicos o académicos no sólo habían
traicionado a la sociedad abandonando la crítica de la tiranía en nombre de la
seguridad y la privaticidad, sino también asociándose activamente con
ella. Son los intelectuales idiotas quienes
convidan a los tiranos a ejercer la tiranía en favor de la idiotez.
Al ignorar los asuntos públicos y no
intentar controlar las fuerzas tiránicas de nuestra época, corremos el riesgo
de que nuestras vidas se condenen a un estado de insignificancia política. El destino de los más de cincuenta millones
de refugiados en el mundo hoy, el destino de hombres y mujeres desnacionalizadas
por las guerras civiles y las diferentes formas de terrorismo estatal y
no-estatal de nuestra época, el destino de seres humanos que por una razón u
otra no pueden ser integrados en el sistema económico y político global, este
destino bien podría llegar a ser el que nos espera a todos nosotros. Para
evitarlo, debemos arrojar suficiente luz sobre el marasmo intelectual, moral,
político y económico que caracteriza nuestra realidad histórica y esclarecer el
camino que nos pueda liberar de este estado de rampante idiotez. Eso significa romper las cadenas que vinculan
epistemológica e institucionalmente la dialéctica del esclarecimiento con los
poderes imperiales, y reformular un
esclarecimiento que no nos enaltezca como imaginarios dueños de la naturaleza
ni como los supuestos libertadores de las naciones. Un esclarecimiento que nos
permita desarrollar, en harmonía con la naturaleza y en cooperación con los humanos,
una existencia libre de la estupidez y la tiranía.